FUNDAMENTOS PARA LA FAMILIA CRISTIANA 19 – Samuel Clark
LA HIPOCRESÍA
Queridos amigos casados:
Jesús usó una palabra para poner el dedo sobre el pecado fatal de los fariseos de Su día: hipócritas. La palabra describe a los que practican la hipocresía, que a su vez significa un actor que aparece en un papel no real. El símbolo para los actores son las dos máscaras, de tristeza o de felicidad. El hipócrita es el que usa máscaras para parecer diferente de lo que es.
Al hablar del hogar cristiano no estamos hablando de un drama social en que uno asume un “papel” para la duración del drama. Los actores que logran asimilar como suya la personalidad del papel que juegan no se transforman en esa persona. Tampoco es una asimilación duradera, pues, la obra termina y vuelven a su vida real. Por esto no me gusta hablar del “papel” de esposo/padre o de esposa/madre.
En el hogar cristiano no hay lugar para actores, para hipócritas, que dicen o actúan en una forma pero en su corazón son otra cosa distinta. El hogar es donde la práctica es la esencia de lo que somos y no una actuación. No podemos actuar 24 horas al día, 365 días del año. Tarde o temprano el verdadero hombre o la mujer verdadera ha de salir. Así somos en realidad. Los cónyuges lo saben. Los hijos también. No hay muchos secretos en familia.
El fariseo fue algo en la calle que no era en su casa. “Farol en la calle y oscuridad en su casa.” Actuaba como “muy santo”. El nombre fariseo empezó con un grupo, como nuestro movimiento Navegante, de personas que pusieron como meta ser “más santas que los demás”. Eso no era malo. Lo malo era su actuación fuera de la casa cuando no eran tan santos adentro.
Todos tenemos un poco, o a lo mejor bastante de fariseo en nosotros mismos. Al que diga, “Yo no”, pregunto: ¿Te gustaría que todo lo que dijeras, hicieras o pensaras en las últimas 24 horas fuese pasado a un vídeo para que todos tus amigos lo vieran? Sí, amigos, somos hipócritas a veces, sin querer serlo. Lo que todos queremos es ser aceptados y apreciados, y tememos que no será así si no tapamos nuestros “problemillas”.
¿Cómo podemos cambiar esta triste realidad que nos avergüenza y que tememos que salga a la luz algún día? La respuesta es la sinceridad, la transparencia, la confesión honesta de nuestros pecados. No me refiero a nuestra relación con Dios. Esa relación se basa exactamente en estas actitudes para con Dios. Si no hay esto, no hay comunión ni comunicación con Aquel que nos ve, nos conoce – cada hecho, palabra, pensamiento y actitud. Nadie puede burlar a Dios.“Y no hay cosa creada oculta a su vista, sino que todas las cosas están al descubierto y desnudas ante los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.” (Heb. 4:13)Yo me refiero a una sinceridad entre hermanos, los que amamos y nos aman lo suficiente para ayudarnos a orar por nuestras debilidades y conquistarlas en la Cruz de Cristo. Estos son los que merecen nuestra sinceridad. Debemos empezar a sincerarnos con nuestros cónyuges e hijos mayores. La palabra “sincero” tiene una raíz histórica interesante. Los antiguos escultores trabajaban meses en sus piezas. A veces, por un golpe falso o una presión demasiado fuerte, se rompía una parte, una nariz, una oreja, un dedo. Encontraron que con cera de velas podían pegar aquella pieza a la estatua y venderla. El problema era que con el calor la cera se hacía líquido y se caerían las piezas pegadas. Por esto los escultores anunciaban sus estatuas “sin cera”.
Obviamente esto es el problema de la hipocresía. En el calor de la vida real nuestras piezas falsas se caen y nos revelamos tal cual somos. ¿Qué prefieres, amigo? Sinceramente confesar ahora tus faltas y trabajar por vencer tus debilidades … ¿o tener que reconocerlas despu és como hipócrita?
Comenzando con los de casa, practiquemos la sinceridad. Oremos juntos sobre nuestros problemas, tentaciones, caídas y debilidades. Ayudémonos a buscar la liberación de la Cruz:“Porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.” (Rom. 8:13)Luego, busquemos a un amigo de confianza, una amiga fiel, un verdadero “confidente” a quien podemos abrirnos y confesar nuestras luchas sin temer que sea tema de conversación de los demás después. No es con todos que podemos ser transparentes. Tal vez sean pocos en tu grupo, tal vez tengan que ser de otro grupo o ciudad, pero sí hay estos amigos en el Cuerpo de Cristo. Si cada cristiano tuviera siquiera uno aparte de su familia con quien sincerarse, ¿cómo sería la Iglesia del Señor Jesús? Mucho más pura y mucho menos hip ócrita.
Insisto en que debe ser primero en casa, pero para alcanzar mayor poder purificador, la sinceridad tiene que abarcar a otros afuera de la familia. ¿Por qué? Porque si es sólo en casa, uno puede engañarse y pensar que ya no está actuando cuando sigue la actuación fuera de casa. En familia nos aceptamos y nos aguantamos las debilidades, pues, “Ni modo”, ¿qué podemos hacer? Pero cuando nos sinceramos con otro(s) y nuestra lucha se conoce más abiertamente, tenemos mucho más motivación para procurar la victoria.
Ahora, si alguien te confiesa sus luchas y debilidades, amigo, tienes que guardar la confianza como cosa sagrada. No es para compartir ni para orar en público. Es para orar con el/ella y preguntar a menudo sobre cómo va la batalla. La fidelidad en la amistad requiere que guardemos las transparencias y oremos por y con aquella persona fielmente.
¡Oh, que Dios nos diera hogares transparentes donde luchemos por la victoria! ¡Y amistades sinceras donde oremos los unos por los otros hasta ver la victoria final: hogares que glorifican a Dios en verdad, y nada de actuaciones!
Abrazos, Samuel